Lo que no se dice

Recuerdo que lo empecé en el metro. Con el primer relato, esos dolorosos primeros amores o deseos en los vestuarios, me emocioné. Mucho. Tuve que contenerme. Los desconocidos no podían verme llorar, nunca podría decirles el por qué de mis lágrimas. Más tarde, en la soledad de mi casa, tampoco pude hablar. Nadie a quien decirle cómo entendía esa rabia, esa lástima que iban apareciendo historia a historia.

Y me lo llevé de viaje, porque ya se sabe que no existe mejor compañero que un libro. En el avión, regresé al borde de las lágrimas con el bullying rural de «¿Azul o verde?»; me acordaba de un amigo vasco que también tuvo que huir de Euskadi para sobrevivir. Poco después me estaba riendo con los requiebros toreros de Eduardo Mendicutti. El del asiento de al lado debió de pensar que yo era bipolar. Ya en Sevilla, no encontré palabras para hacerle entender a mi amiga por qué me había reído tanto. Es una de esas pequeñas joyas que solo se comprenden cuando te zambulles en ellas.

A las últimas páginas llegué el último día de viaje, en manga corta en pleno noviembre, en un banco de una plaza anónima bañada por el sol, con un calentón tonto que no podría calmar hasta llegar a Barcelona, porque los últimos relatos me habían excitado pero yo no tenía a nadie, ningún boy scout, ningún cuartel al que acudir, solo otro avión y otro autobús en silencio. Comprendí, al menos, que siempre lo que no se dice es lo más importante. Lo que callas o te hacen callar. Hasta que un día eres libre. Y lo compartes. Escribes, por ejemplo, cuentos tan bonitos como estos. Otro buen libro de Dos Bigotes, y ya van cuatro.

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