Pierre

París huele a tráfico, huele a antigüedad, a pastelería, a mantequilla derretida.

En París la calle Auber se tiñe de dorado al atardecer intentando emular la decoración del Palais Garnier. Los turistas se entremezclan con los coches de lujo, de los que salen gente estirada con bastones con puño de marfil y abrigos de piel que van a asistir al último estreno de la ópera: Hänsel und Gretel de Humperdinck.

La escena resulta pintoresca mientras escucho Raid on the radio, de General Elektriks, de un recopilatorio de música del cercano Hôtel Costes, situado en Saint-Honoré, casi al lado de la Place Vendôme. Toda la gente se mueve al ritmo de la música mientras los observo sin que se den cuenta.

La calle refulge. El café de la Paix parece más rancio que nunca, pero tiene un rancio elegante, de oro y verde, con sus mesas vacías en el exterior.

El camino hacia la Place de Concorde parece largo, pero va a merecer la pena. He quedado con Pierre delante del Hôtel Crillon.

Continúo por el Boulevard des Capucines. Los japoneses están alterados mirando hacia todas partes. Yo miro al cielo y me doy cuenta de que toda la arquitectura es igual: es gris, homogénea, fría y majestuosa.

París es tomar un café en Ladurée y ver a lo lejos la Iglesia de la Magdalena mientras observas cómo se pone el sol al final de la Rue Royale.

En este momento, empieza a sonar “Ma Benz” de Brigitte: “Regarde le long de tes hanches, je coule. Ondule ton corps, baby, ouais. Ok, ça roule”.

Esta canción, el cielo naranja, el olor a macarons de Ladurée y pensar en Pierre hacen que me esté poniendo cachondo. Ya queda poco.

Ya veo el final de la calle, el obelisco de la Place de Concorde cada vez está más cercano.

Llego. El vacío, el atardecer, el obelisco y al fondo la Torre Eiffel. La gente da vueltas y hace fotos, pero yo respiro mientras me late el corazón sin parar. Cierro los ojos, siento que soy feliz.

Lo busco con la mirada, pero ya viene hacia mí. Este momento era el que estaba buscando, el que todo el mundo quiere encontrar en esta ciudad y el que casi nadie consigue. Yo lo tengo, ahora mismo, y para siempre se quedará como aquella fotografía que Doisneau jamás se atrevió a publicar.

 

 

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